sábado, 3 de enero de 2015

MI LUGAR EN EL CORAZÓN



Mientras mi abuela cogía apurada las maletas como invitándonos a apurar el paso, me quedé quieto, casi inmóvil y lleno de una impotencia que ahora es muy palpable. La miré una y otra vez tratando de reconocer a aquella anciana amable con quien había compartido tantas noches de chistes malos y deliciosas partidas de juego de barajas; simplemente no pude, no era ella, quise creérmelo.
Aún recuerdo esa primera noche lejos del hogar que me había visto crecer,  las calles nuevas y extrañas, los olores y sensaciones en el vientre que ahora me saben a incertidumbre, a temor. Fue entonces que empezó el tedioso camino a casa, camino que aún no concluye, pues 24 años después, sigo buscándolo, sigo caminándolo, sigo perdiéndome sin lograr encontrarme a salvo.
Eran unos chicos simpáticos, jugaban futbol y salían a caminar por el centro de Trujillo, compartimos buenos momentos, aunque solo duró unos meses. Esa rutina me la tuve que aprender a la fuerza, nuevos amigos, viejos amigos, nuevas casas, viejas casas, saludos y despedidas… aprendí que antes de decir hola debes estar preparado para el adiós.
La tristeza y el enorme vació que sentía cada vez que volvía a la casa de mi abuela, esas visitas forzadas que me suponían un enorme degaste emocional, nunca pude evitar sentirlas. Recorrer cada pasillos, los buenos recuerdos, la seguridad de mi hogar, las discusiones familiares, pero sobre todo, las cálidas noches llenas de ese aroma a seguridad que rara vez pude volver a sentir en mi aún corta vida. Si me preguntan a que huele la seguridad, te respondería que a chocolate caliente y “trampolín a la fama” acostados en la alfombra de la sala.
Recuerdo una navidad, una de tantas que fui obligado a pasarla con la familia paterna en la casa de la abuela; gente que casi no conocía, que me resultaba extraña y yo en un rincón, como siempre, como un perfecto desconocido observando ese carnaval de cariño del que yo no era parte. Salí al balcón a respirar un poco, sentía esa presión en el pecho que me incomodaba a tal punto que necesitaba de esa bocana de aire navideño, que se me era imposible rodeado de esa gente.  Cada regreso a casa me prometía en silencio no volver jamás, tratar de olvidar su fachada, sus escalares, la sala, los baños, mi habitación… sobre todo mi habitación, pues pasaría muchos años antes que volviera a tener una habitación, un espacio solo para mí.
He vivido en todo tipo de casas, las cómodas, las incomodas, las inhabitables, las que teníamos que separar con una cortina para darle un minúsculo pero necesario  aire de intimidad y las que prefiero no recordar.
Muchas veces quise quebrarme y entrar en la desesperación, derrotarme y caer en los brazos de la depresión, pero tenía que ser fuerte por mi familia, mis padres, mis hermanas. Aprendí a la fuerza que en esos momentos yo tenía que ser el pilar de una familia que se derrumbaba por sus propios méritos; por su incapacidad de mejorar, por su encierro en la propia miseria espiritual… que culpa tenía yo, si cuando todo eso sucedió mis hermanos mayores tenían la misma edad que ahora tengo y no se complicaron como ahora me complico la vida yo y sin embargo la familia nunca dejó de estar unida.
La última vez que vi reunida a la familia de mi padre, fue otro intento vano por ser, a la fuerza, parte de ellos. En esa ocasión, tenía casi 30 años (hace unos meses) y tuve la autonomía emocional y la independencia que me daban mis años, de coger un taxi y largarme de ahí a los 20 minutos de haber ido. Me cansé de hacer caso a mis padres de no soportar la presión que ejercían ellos y mis hermanos sobre mi persona, para asistir a una reunión que de por si detestaba con muy buena anticipación. Hacer siempre lo que los demás querían hacer, ser lo que esperaban que sea, actuar como mi entorno creía correcto ser… basta!!!
Luego de unos meses de aquella reunión y un par de vanos intentos por independizarme emocionalmente, sufrí aquel episodio de pánico, ante la impotencia de no poder controlar mi cuerpo y mis sensaciones, caí en el más oscuro pozo de mierda e incomprensión total en el que un ser humano tan joven y de buen corazón puede caer. Ante la sorpresa de toda la familia y “amigos” me convertí en un ser temeroso, nervioso, ansioso y débil.
Pero resurgí, ante la incredulidad de muchos, incluyéndome. Resurgí y luché contra el temor, contra mis peores miedos, contra mí mismo, contra el mundo que no me comprendía, contra mi familia que se negaba a aceptar que alguien con mi fortaleza y carácter fuerte se derrumbara como castillo de naipes, un juego maquiavélico, una razón de Dios, que por un tiempo no logré entender y que ahora veo, fue un mensaje de amor, una oportunidad de empezar a ser “YO”.
Ahora veo las cosas de una forma más íntima, más clara, más personal. Entiendo que los caminos te eligen y debes saber cómo andarlos. Darle resignación a lo que esta fuera de nuestro control y que si la vida se tardó en hacerme entender que un hogar lo forman quienes que con amor se protegen del viento. Un hogar solo necesita un techo sobre las cabezas… una cama tibia y un corazón dispuesto a perdonar y volver a empezar. Porque a pesar de que por ratos la ansiedad me quita la paz, sé que en algún momento todo se calmará y podré continuar mi camino a casa, aquella casa que representa mi objetivo principal en la vida, aquel hogar que representa mi lugar en el corazón.

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