Mientras mi abuela cogía apurada las maletas como
invitándonos a apurar el paso, me quedé quieto, casi inmóvil y lleno de una
impotencia que ahora es muy palpable. La miré una y otra vez tratando de
reconocer a aquella anciana amable con quien había compartido tantas noches de
chistes malos y deliciosas partidas de juego de barajas; simplemente no pude,
no era ella, quise creérmelo.
Aún recuerdo esa primera noche lejos del hogar que me había
visto crecer, las calles nuevas y extrañas,
los olores y sensaciones en el vientre que ahora me saben a incertidumbre, a
temor. Fue entonces que empezó el tedioso camino a casa, camino que aún no
concluye, pues 24 años después, sigo buscándolo, sigo caminándolo, sigo
perdiéndome sin lograr encontrarme a salvo.
Eran unos chicos simpáticos, jugaban futbol y salían a
caminar por el centro de Trujillo, compartimos buenos momentos, aunque solo
duró unos meses. Esa rutina me la tuve que aprender a la fuerza, nuevos amigos,
viejos amigos, nuevas casas, viejas casas, saludos y despedidas… aprendí que
antes de decir hola debes estar preparado para el adiós.
La tristeza y el enorme vació que sentía cada vez que volvía
a la casa de mi abuela, esas visitas forzadas que me suponían un enorme degaste
emocional, nunca pude evitar sentirlas. Recorrer cada pasillos, los buenos
recuerdos, la seguridad de mi hogar, las discusiones familiares, pero sobre
todo, las cálidas noches llenas de ese aroma a seguridad que rara vez pude
volver a sentir en mi aún corta vida. Si me preguntan a que huele la seguridad,
te respondería que a chocolate caliente y “trampolín a la fama” acostados en la
alfombra de la sala.
Recuerdo una navidad, una de tantas que fui obligado a
pasarla con la familia paterna en la casa de la abuela; gente que casi no
conocía, que me resultaba extraña y yo en un rincón, como siempre, como un
perfecto desconocido observando ese carnaval de cariño del que yo no era parte.
Salí al balcón a respirar un poco, sentía esa presión en el pecho que me
incomodaba a tal punto que necesitaba de esa bocana de aire navideño, que se me
era imposible rodeado de esa gente. Cada
regreso a casa me prometía en silencio no volver jamás, tratar de olvidar su
fachada, sus escalares, la sala, los baños, mi habitación… sobre todo mi
habitación, pues pasaría muchos años antes que volviera a tener una habitación,
un espacio solo para mí.
He vivido en todo tipo de casas, las cómodas, las incomodas,
las inhabitables, las que teníamos que separar con una cortina para darle un
minúsculo pero necesario aire de
intimidad y las que prefiero no recordar.
Muchas veces quise quebrarme y entrar en la desesperación,
derrotarme y caer en los brazos de la depresión, pero tenía que ser fuerte por
mi familia, mis padres, mis hermanas. Aprendí a la fuerza que en esos momentos
yo tenía que ser el pilar de una familia que se derrumbaba por sus propios
méritos; por su incapacidad de mejorar, por su encierro en la propia miseria
espiritual… que culpa tenía yo, si cuando todo eso sucedió mis hermanos mayores
tenían la misma edad que ahora tengo y no se complicaron como ahora me complico
la vida yo y sin embargo la familia nunca dejó de estar unida.
La última vez que vi reunida a la familia de mi padre, fue
otro intento vano por ser, a la fuerza, parte de ellos. En esa ocasión, tenía
casi 30 años (hace unos meses) y tuve la autonomía emocional y la independencia
que me daban mis años, de coger un taxi y largarme de ahí a los 20 minutos de
haber ido. Me cansé de hacer caso a mis padres de no soportar la presión que
ejercían ellos y mis hermanos sobre mi persona, para asistir a una reunión que
de por si detestaba con muy buena anticipación. Hacer siempre lo que los demás
querían hacer, ser lo que esperaban que sea, actuar como mi entorno creía correcto
ser… basta!!!
Luego de unos meses de aquella reunión y un par de vanos
intentos por independizarme emocionalmente, sufrí aquel episodio de pánico,
ante la impotencia de no poder controlar mi cuerpo y mis sensaciones, caí en el
más oscuro pozo de mierda e incomprensión total en el que un ser humano tan
joven y de buen corazón puede caer. Ante la sorpresa de toda la familia y
“amigos” me convertí en un ser temeroso, nervioso, ansioso y débil.
Pero resurgí, ante la incredulidad de muchos, incluyéndome.
Resurgí y luché contra el temor, contra mis peores miedos, contra mí mismo,
contra el mundo que no me comprendía, contra mi familia que se negaba a aceptar
que alguien con mi fortaleza y carácter fuerte se derrumbara como castillo de
naipes, un juego maquiavélico, una razón de Dios, que por un tiempo no logré
entender y que ahora veo, fue un mensaje de amor, una oportunidad de empezar a
ser “YO”.
Ahora veo las cosas de una forma más íntima, más clara, más
personal. Entiendo que los caminos te eligen y debes saber cómo andarlos. Darle
resignación a lo que esta fuera de nuestro control y que si la vida se tardó en
hacerme entender que un hogar lo forman quienes que con amor se protegen del
viento. Un hogar solo necesita un techo sobre las cabezas… una cama tibia y un
corazón dispuesto a perdonar y volver a empezar. Porque a pesar de que por
ratos la ansiedad me quita la paz, sé que en algún momento todo se calmará y
podré continuar mi camino a casa, aquella casa que representa mi objetivo
principal en la vida, aquel hogar que representa mi lugar en el corazón.
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