Recuerdo la primera emoción que sentí cuando me enamoré,
ella me miraba siempre con ternura y cierta curiosidad que me dejaba
confundido. Recuerdo también soñar con ella paseando por la ciudad con una
canción de Cómplices (“Es por ti”) y una escena de “carrusel de niños”. La
sensación de la mañana siguiente fue espectacular; el júbilo al despertar y las
ganas incontenibles de que sean las 4 de la tarde y poder volver a verla. Así
fue que una tarde de verano -siempre suelen ser tardes de verano o de invierno-
ella cansada de esperar alguna acción de mi parte, se acercó y me dijo: “Sabes,
tú eres muy bonito y gracioso y creo que me gustas mucho”. No pude mirarla a
los ojos, sentí una emoción incontenible y dije la primera estupidez que se me
cruzó por la mente – “lo que sucede es que tengo enamorada” – luego de eso
simplemente salí huyendo de ahí y no volví a verla en mucho tiempo… tenía 7
años de edad.
Ella me miraba siempre al bajar las escaleras y se sonreía
de medio lado, y cada vez que pasaba por mi lado me decía algún piropo casi
irreconocible, sé que era un piropo porque siempre terminaba con un beso
volado. Es extraño eso del amor de juventud, tú no lo terminas por entender y
ella simplemente está descubriéndose a sí misma en su faceta de femme fatale.
Era mi etapa de filósofo y ciertamente las relaciones no eran una alternativa
en mi vida, hasta aquella noche de ensayos, aquella banca y yo tirado en ella
pensando en no sé que cojudez que al cerrar los ojos sentí sus labios húmedos
acariciando los míos; fue simplemente mágico e interminablemente corto. Lo
recuerdo con cariño, fue mi primer beso… tenía 15 años.
Era el típico chico gracioso y divertido, sabio consejero
sentimental aunque nunca había tenido enamorada; lejano de ser el galán
promedio de barrio, pensándolo bien ahora, era un cojudo buena gente. Ella de
alguna forma amaba eso, me miraba con ternura y siempre llevaba mi libido a
zonas estratosféricas, digámoslo ingenuamente.
Nuestros encuentros fueron premeditados y poco casuales;
casi siempre en un parquecito, para conversar temas cuya importancia era tan
crucial que no los recuerdo en absoluto. Me encantaba esa mujer, su sensualidad
escondida tras esos enormes lentes y la gastada chompa de “Micky Mouse” que
solo le ayudaban a marcar esa imagen tierna y curiosa.
Y fue aquel viernes soleado, frente a frente, ambos
nerviosos que se dio aquel primer beso tantas veces postergado, desenfrenado,
angustioso, lleno de expectativas, quizás esperanzado. La esperanza era mutua, solo
queríamos amar, sin importar la situación, la inmadurez, la realidad, la
verdad. Ese fue mi primer beso con los labios y el corazón… tenía 19 años.
Tuvimos una relación de muchos años, con épocas buenas y
malas, también hubo las peores, pero, aprendimos que el amor es capacidad y no
coincidencias, que la eternidad también es cuestión de segundos y que nada dura
para siempre, ni siquiera el olvido.
La conocí creo yo en su mejor época, tuve la fortuna de
formar parte de su vida, al menos mientras duró el romance. Recuerdo ir a su
casa, las charlas en la puerta, las caminatas por la ciudad y las despedidas
forzadas, hasta que un día nos besamos, tierno, dulce y apasionado, pero,
también fue el principio del final. Me di cuenta que algo en mí se había quebrado
y ya no se sentía igual, inevitablemente estaba en la etapa de la soltería
voluntaria.
Fue en esa etapa que hice cosas que he decido olvidar por
una suerte de autocompasión emocional. Pero la vida es así, no siempre aprendes
sentado o de pie y son muchas las ocasiones en las que el charco más profundo
llega a ser tu mejor lección aprendida.
Pero sobreviví y como un gato lamiendo sus heridas, fui
curando uno a uno cada rasguño, cada error cometido y es así que fueron pasando
los días, largas noches, siempre la misma rutina facilista. Esa sensación de
tener el corazón en el lado opuesto de la vida, la idea metida muy dentro de
que en algún lugar, por alguna circunstancia existía un ella esperando
conocerme o re conocerse, un grito silencioso entre tanto mundo, entre tanta
cordura, entre tan poca naturalidad. Y ocurrió que una noche de Agosto te
dejaste conocer al fin, aunque sentí que lo venía haciendo de toda la vida…
tenía 30 años.
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