Era tarde ya en aquella casita rústica y poco pretenciosa,
cogí una revista y empecé a ojearla con poco interés, esperando con ansias la
hora de ir a dormir, la hora de los cuentos de mi abuelita, mi entrañable
mamita.
Era una mujer que llevaba siempre orgullosa sus años encima,
no trataba de disimularlos, aunque odiaba que le digan abuelita o viejita; era
capaz de hacerte correr 100 metros planos con una sandalia detrás si te atrevías siquiera a insinuar sus años. Inevitable
esbozar una tierna sonrisa llena de melancolía, mientras escribo estas líneas.
Cada verano, cada vacaciones llegaba a Santa, ese pueblito
entre Trujillo y Chimbote, enclavado en un hermoso valle, lleno de mixturas de
tradición, de gente buena y noble, de personas que trabajaban y disfrutaban la
calidez y pasividad de aquel sitio alejado de todo, cercano a Dios. Cogía mi
vieja mochila “guerrera”, mis cuatro
trapos y mis más palomillas intenciones
preparadas para cada verano fantástico cerca a mis primos, mis tíos, cerca a
ella.
Me recibía con un abrazo entrañable, único, fuerte, como
deseando que viviera ahí para siempre, y cuando se despedía hacia lo mismo, pero
me dejaba la sensación de gritarme en silencio que no la olvide, que la acompañe
al menos con el silencio cómplice que nos recordaba a ambos que tal vez la edad
no nos dejaría muchas más ocasiones de ser felices entre cuentos, postres y bromas
sanas.
De alguna forma fue así, crecí y me alejé de ella, me volví
de mundo y evité pensarla, no iba mucho a verla y el tiempo hizo mella en
aquella mujer hermosa y luchadora, difícil explicar lo que sentí cuando la
volví a ver luego de algunos años y solo tuvo una mirada coqueta, como quien
conoce a un amiguito nuevo, como quien trata de maquillar un esfuerzo vano por
recordar quien es ese chico alto y sonriente que la miraba y saludaba con tanto
cariño, con tanto amor inevitable.
Algún día todos nos iremos me decía de niños, en algún
momento dejaremos el envase, devolveremos los recuerdos y seguiremos una vida,
después de esta vida… juro que no entendía lo que quería decir, tal vez era que
me ganaba la melancolía y prefería no razonar esa verdad tan cruda, tan
cierta…. Todos tendremos que aprender a despedir y ser despedidos.
Y ahora que paso días contigo, que no me recuerdas, que me
das un cariño nuevo, que vuelves a amar cada día a las personas que te rodean,
ahora que esa maldita enfermedad te quita los años de encima y te hace sentirte
toda una chiquilla, debo agradecerle al tiempo que te haya enseñado a olvidar,
un don que muchos no logramos tener y quisiéramos poseer selectivamente. Ahora
que la madurez me alcanza a cuentagotas, quiero que sepas que si me alejé fue
porque odio las despedidas, si estuve ausente fue porque quería tenerte siempre
en el recuerdo como aquella mujer mayor, que irradiaba fortaleza, invencible,
indestructible, incomparablemente cariñosa; pero estoy aquí frente a tu recuerdo,
rogándole a Dios que si tienes que irte en algún momento, te vayas tranquila,
dormida como despidiéndote en un suspiro, en medio de un sueño cálido y eterno.
Y si no estoy presente en el último adiós, en la difícil ceremonia
de entierro, no es que sea cobarde, es que te hice caso, aprendí tus lecciones;
uno debe aprender a despedirse de corazón y a su manera, con un hasta luego,
porque tarde o temprano en algún lugar del universo, volverás a hacerme
cosquillas, a prepararme algún dulce o enseñarme lecciones que solo enseña el
tiempo; porque tú me enseñaste que el mejor amor es el que se da en el silencio
del profundo corazón que ahora tengo latiendo por tus recuerdos… te veo mañana
mamita, y aunque otra vez me preguntes quien soy, no importa, suficiente con
saber yo quienes fuimos y seremos.
Despreocúpate, nos
veremos en algún momento del otro lado del cuento y jugaremos a las viejas
historias, con luz de lámpara en la casita rústica de mis recuerdos, un cuento,
al menos solo un cuento.
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