miércoles, 14 de enero de 2015

ENTRE TUS CUENTOS ( a nuestras abuelas...)



Era tarde ya en aquella casita rústica y poco pretenciosa, cogí una revista y empecé a ojearla con poco interés, esperando con ansias la hora de ir a dormir, la hora de los cuentos de mi abuelita, mi entrañable mamita.
Era una mujer que llevaba siempre orgullosa sus años encima, no trataba de disimularlos, aunque odiaba que le digan abuelita o viejita; era capaz de hacerte correr 100 metros planos con una sandalia detrás si te  atrevías siquiera a insinuar sus años. Inevitable esbozar una tierna sonrisa llena de melancolía, mientras escribo estas líneas.
Cada verano, cada vacaciones llegaba a Santa, ese pueblito entre Trujillo y Chimbote, enclavado en un hermoso valle, lleno de mixturas de tradición, de gente buena y noble, de personas que trabajaban y disfrutaban la calidez y pasividad de aquel sitio alejado de todo, cercano a Dios. Cogía mi vieja mochila  “guerrera”, mis cuatro trapos y mis más  palomillas intenciones preparadas para cada verano fantástico cerca a mis primos, mis tíos, cerca a ella.
Me recibía con un abrazo entrañable, único, fuerte, como deseando que viviera ahí para siempre, y cuando se despedía hacia lo mismo, pero me dejaba la sensación de gritarme en silencio que no la olvide, que la acompañe al menos con el silencio cómplice que nos recordaba a ambos que tal vez la edad no nos dejaría muchas más ocasiones de ser felices entre cuentos, postres y bromas sanas.
De alguna forma fue así, crecí y me alejé de ella, me volví de mundo y evité pensarla, no iba mucho a verla y el tiempo hizo mella en aquella mujer hermosa y luchadora, difícil explicar lo que sentí cuando la volví a ver luego de algunos años y solo tuvo una mirada coqueta, como quien conoce a un amiguito nuevo, como quien trata de maquillar un esfuerzo vano por recordar quien es ese chico alto y sonriente que la miraba y saludaba con tanto cariño, con tanto amor inevitable.
Algún día todos nos iremos me decía de niños, en algún momento dejaremos el envase, devolveremos los recuerdos y seguiremos una vida, después de esta vida… juro que no entendía lo que quería decir, tal vez era que me ganaba la melancolía y prefería no razonar esa verdad tan cruda, tan cierta…. Todos tendremos que aprender a despedir y ser despedidos.
Y ahora que paso días contigo, que no me recuerdas, que me das un cariño nuevo, que vuelves a amar cada día a las personas que te rodean, ahora que esa maldita enfermedad te quita los años de encima y te hace sentirte toda una chiquilla, debo agradecerle al tiempo que te haya enseñado a olvidar, un don que muchos no logramos tener y quisiéramos poseer selectivamente. Ahora que la madurez me alcanza a cuentagotas, quiero que sepas que si me alejé fue porque odio las despedidas, si estuve ausente fue porque quería tenerte siempre en el recuerdo como aquella mujer mayor, que irradiaba fortaleza, invencible, indestructible, incomparablemente cariñosa; pero estoy aquí frente a tu recuerdo, rogándole a Dios que si tienes que irte en algún momento, te vayas tranquila, dormida como despidiéndote en un suspiro, en medio de un sueño cálido y eterno.
Y si no estoy presente en el último adiós, en la difícil ceremonia de entierro, no es que sea cobarde, es que te hice caso, aprendí tus lecciones; uno debe aprender a despedirse de corazón y a su manera, con un hasta luego, porque tarde o temprano en algún lugar del universo, volverás a hacerme cosquillas, a prepararme algún dulce o enseñarme lecciones que solo enseña el tiempo; porque tú me enseñaste que el mejor amor es el que se da en el silencio del profundo corazón que ahora tengo latiendo por tus recuerdos… te veo mañana mamita, y aunque otra vez me preguntes quien soy, no importa, suficiente con saber yo quienes fuimos y seremos.
 Despreocúpate, nos veremos en algún momento del otro lado del cuento y jugaremos a las viejas historias, con luz de lámpara en la casita rústica de mis recuerdos, un cuento, al menos solo un cuento.

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